—Qué sentido tienen vuestras obras? —pregunta—
¿Cuál es el fin de una ciudad en construcción sino una ciudad?
¿Dónde está el plano que seguís, el proyecto?
—Te lo mostraremos apenas termine la jornada; ahora no
podemos interrumpir— responden. El trabajo cesa al atardecer.
Cae la noche sobre las obras. Es una noche estrellada.
—Éste es el proyecto— dicen.
—Italo Calvino, Las ciudades invisibles—
La arquitectura y lo profano
En la última película de Terry Gilliam, la cual lleva por nombre The Zero Theorem (2013) “Us”, el protagonista de la cinta, habita en una antigua iglesia cuya estructura le sirve como resguardo ante la estridente metrópolis que le rodea y vigila. El ex recinto religioso no sólo representa los restos de una antigua sociedad pues también encarna el único refugio posible para un hombre que en cada escena refuerza su desapego del sistema al que se ve obligado a servir. Me parece que en la cinta de Gilliam se exponen no sólo las contradicciones entre la eficacia y la felicidad o entre el libre albedrío y las coacciones sociales, como también las fronteras entre las categorías de lo sagrado y lo profano que han perdido sentido en dicho sistema.
Mircea Eliade, el gran historiador de las religiones, dedicó gran parte de su obra a explicar sendas categorías dentro del desarrollo de las “culturas tradicionales”. Según Eliade, las actividades humanas solían llevarse a cabo a partir del establecimiento de jerarquías correspondientes al ámbito de lo cotidiano (profano) y de lo trascendental (sagrado). Dicha dicotomía fundamentó, durante siglos, las formas de convivencia al establecer un orden entre los seres humanos y su entorno. Según Eliade, para las culturas tradicionales “la actividad del individuo, incluso en los acontecimientos y en sus momentos más ‘profanos’, siempre estaba orientada hacia una actividad transhumana. […] el gesto tan insignificante, ‘tan accidental’ de andar o comer era un esfuerzo de integración dentro de una realidad supraindividual, suprabiológica”. [1]
Sin embargo, en una sociedad distópica no queda lugar para la distinción de los gestos humanos (en sus aspectos profanos y sagrados) de las imposiciones económicas y gubernamentales. La carencia de actividades hieráticas propicia un orden social que poco puede favorecer al desarrollo íntegro y digno del ser humano. Es evidente que, tal como sucede en la película de Terry Gilliam, cada época expresa su estructura y valores a través de las formas arquitectónicas que habita. Sigfried Giedion, el historiador de la arquitectura, sostiene que partir de la invención de la intimidad en la Modernidad (siglo XVIII) la disposición y significado de los espacios comunes sufrieron cambios considerables.[2]
En vista de las nuevas formas de comportamiento que se establecieron se puso énfasis en la creación de viviendas y lugares de trabajo que proporcionaran la “comodidad” y el “aislamiento” anhelados por parte de los nuevos habitantes —rasgos que, anteriormente, sólo eran compartidos por las construcciones rituales— pero, sobre todo, se pretendió una solución económica ante la desmesurada tasa de crecimiento poblacional. De esta manera, las sociedades capitalistas consiguieron recluir a la mayor parte de su población en pequeños pisos elevados a varios metros sobre el suelo, en los cuales se llevan a cabo las principales actividades vitales. De forma simultánea, la mayor parte de las obras monumentales pasaron a configurar la memoria arquitectónica de las ciudades, quedando como receptáculos de turistas o de instituciones gubernamentales y privadas.
Inesperadamente, hace algunos meses encontré una de las casas que Frank Lloyd Wright (1986-1959) habitó en Fiesole. La pequeña placa dorada que anunciaba la estancia del famoso arquitecto en dicho lugar, durante 1910, parecía colocada con la intención de pasar desapercibida por los viandantes. De inmediato me sorprendí por la llaneza de la fachada, debido a que ésta no se distinguía en lo mínimo de las casas vecinas. Empero, apenas pude rodear la construcción descubrí la maravillosa vista que se ofrecía desde aquel lugar: los Apeninos toscanos, relucientes y despejados, tal como los vio Fra Angelico. Tengo entendido que para Wright la arquitectura del futuro difería sustancialmente de las elucubraciones tecnológicas —fomentadas en constantes ocasiones por los relatos de ciencia ficción, los cuales fueron duramente criticados, desde el mismo género, por Ray Bradbury— al preferir una visión orgánica de las construcciones humanas en el entorno natural. Pienso que, durante su estancia en aquella villa, el genio de la arquitectura comprendió mejor que nadie los valores y prioridades de los habitantes, los cuales pueden verse reflejados en la atmósfera que convive con las construcciones de dicho pueblo.
Afortunadamente pude prolongar mi paseo por Fiesole y entrar a las ruinas etruscas que, contrarias a Pompeya o Herculano, permiten que el visitante descanse entre sus cimientos para resguardarse en la sombra. Incluso tuve oportunidad de disfrutar de un pequeño bocadillo en compañía de un ave que dormitaba a mi lado. Me pregunté entonces cuántas personas se amontonaban para admirar las grandes construcciones del pasado — templos, pirámides, museos, palacios, etc.— mientras, irónicamente, en otras ciudades los habitantes pasan la mayor parte de sus días y horas hacinados en pequeños e idénticos habitáculos citadinos, o atrapados en compactos e incómodos vagones, mientas se dirigen a sus profanos recintos de trabajo (oficinas) sin poder posar su mirada en el cielo, siquiera por un instante.
[1] Mircea Eliade, “Barabudur, templo simbólico”, en La isla de Eutanasius, Cristian Iuliu Ariesanu (trad.), Madrid, Trotta, 2005 [1937], pp. 51-52.
[2] Para Giedion, existen dos tipos de espacios: los de rasgos fijos y los semifijos. Tengo entendido que, si bien, las obras arquitectónicas folclóricas representaban, anteriormente, los únicos espacios fijos, dotados de sentido trascendente, a partir del siglo XVIII “las diferentes estancias de la casa adqui[rieron] funciones fijas, la casa es hoy el espacio fijo por antonomasia”, apud Daniel López Gómez, “Psicología social de la comunicación”, en Tecnologías sociales de la comunicación, Barcelona, UOC, 2005, p. 168.
Aimée Mendoza Sánchez