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Al Shabaab, un grupo di fondamentalisti

islamici ha prohibito la musica in Somalia.

Mi piacerebbe celebrare la loro musica

attaverso i testi delle canzioni che nessuno

poù più ascoltare.

—Paolo W. Tamburella—

La tortura del silencio

     Carlos Fuentes expone en uno de sus relatos la necesidad de escuchar “la música de las palabras” en medio de un desastre social debido al consumo extremo. El protagonista de “El que inventó la pólvora” narra el horror experimentado al encontrarse con lo impensable tras la desintegración de su entorno: la dispersión de las letras impresas en los libros, cuya descripción es por demás patética:     

                       

                                                                                                  

 

 

 

                                                                                                

          La reflexión que resulta a partir de estas líneas es que, en medio del desastre, resurge en la humanidad la necesidad de un refugio estético como deseo de reestablecer un equilibrio con el medio. Este refugio no puede ser otro que la música, cuya manifestación más antigua es representada mediante el canto.  La melopea, en principio, como bien apuntaban los pitagóricos, no era otra cosa que magia. El fin principal de los cantos primitivos era interpelar a los dioses para obtener su protección o para comunicarles las necesidades humanas. Este principio reintegrador, que sirve para reencontrarnos con una armonía universal, aparentemente aislado de las actividades más pedestres parece no haber cambiado a pesar de los siglos.

          Es cierto que la música puede existir o no acompañada de palabras, pero es también cierto que el canto, además de ser “verdadero hechizo de la vida” como apuntaba el filósofo estagirita, citando a Museo,[2] no fue importante sólo por el simple deleite sino por ser clave en el desarrollo del ser humano. Ya desde la Edad Media los trovadores hacían uso de su voz para comunicar diversos sucesos históricos a la población cumpliendo con ello un papel social importantísimo. Se trataba entonces de una transmisión de memoria, de una difusión al alcance de todos los oyentes. Empero, no fue éste el ejemplo más notorio de habilidades artísticas en aquella época de iluminación espiritual. ¡Cuántas cantigas, jarchas, poemas épicos cuyas notaciones musicales hemos perdido debido al peso de la historia! Una de las disciplinas más fascinantes siempre será la del musicólogo que revive aquellas notas y nos muestra que los cantos que las acompañaban nos siguen tocando fibras sensibles, a pesar de los siglos.

 

       En la Modernidad, por contrario que parezca, se ha intentado buscar de nuevo esa musicalidad perdida de las palabras; fin último de los simbolistas. Volver al encuentro con lo más íntimo. Como decía Verlaine: “de la musique avant tout chose”. Incluso las Vanguardias, con toda su irreverencia, desfragmentaron las palabras en favor de su sonido. Lo que podría parecer un simple juego puede encarnar un significado más profundo: asimilar los sonidos de las bombas y la artillería, tal como lo hizo Tzara en sus poemas, no deja de ser un acto histórico y significativo.   Sin embargo, y a pesar de los distintos criterios expuestos por los críticos, cabe señalar que, en el contexto actual muy cercano a la distopía descrita por Fuentes, vale la pena retomar la discusión acerca de la importancia de la expresión musical en la vida del ser humano.

         

          Pensemos que, a pesar de dominar o no algún instrumento musical, desde que nacemos hemos tenido contacto con dicha magia auditiva: sería imposible, ojalá lo sea para la mayoría, imaginar que nuestra madre o algún familiar no nos haya arrullado con una “nana” logrando sumergirnos en la tranquilidad de un sueño profundo, lejos de este mundo. Asimismo, mientras crecemos, es común recordar numerosos juegos en los que estuviera involucrado un estribillo que tal vez aún logramos tararear, aunque quizá no lo hagamos con el mismo entusiasmo. Incluso, para algunas personas es imposible olvidar el asombro experimentado cuando a media misa irrumpía un órgano cuyas notas resonaban en las cavidades de una iglesia, y los cantos imponían una atmósfera teatral a aquella escena. De igual manera, pocas serán las celebraciones que no se vean acompañadas por alguna tonada que sitúe a los asistentes en una actitud de goce; e incluso casi todos los tediosos eventos oficiales no pueden ser celebrados sin algún acompañamiento auditivo.

          Todos estos ejemplos más o menos cotidianos no sirven más que para apuntar esa relación estética habitual de la que casi todos hemos sido partícipes, aun sin importar nuestro grado de habilidad o conocimiento respecto de su ejecución. Parece que aquella “cosa liviana, alada y sagrada” descrita por Platón, surgida desde el origen mismo del Universo, no ha dejado de vibrar y transformarse —algunas veces con más sofisticación—, y nos ayuda a lidiar con nuestra terrible pesadez humana, elevándonos hasta las esferas.

          Para Arthur Schopenhauer la superioridad de la música sobre las demás artes era patente, pues afirmaba que “podemos privarnos de las artes figurativas: pueblos enteros, por ejemplo, los mahometanos, carecen de ellas. Pero no hay ninguno que no tenga música y poesía”. Afirmación que resulta irónica al saber que han pasado diez años desde que Al Shabaab —grupo extremista islámico— ha prohibido la música en Somalia, así como cualquier celebración o actividad que conlleve la reproducción de la misma, en cualquiera de sus manifestaciones, bajo la amenaza de la pena de muerte. Recientemente, he conocido algunos fragmentos de las canciones tradicionales vetadas en aquel país debido a la transcripción de las letras, desligadas de las personas y las voces que algún día las entonaron, gracias a la labor del artista Paolo W. Tamburella, mediante la exposición Somali music (2011)[3], en colaboración con Mohamed Asir Alasow, actualmente situada en Novoli (Firenze). Desafortunadamente, para muchos de nosotros, incluso las letras de dichas canciones resultan ininteligibles y distantes no sólo por la incomprensión de la lengua como por el desconocimiento de esta situación.

          Me pregunto cuántas voces están siendo silenciadas, en la actualidad, evitando con ello que pueblos enteros se despojen, aunque sea momentáneamente, de la pesada humanidad que los aplasta. 

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[1]  “El que inventó la pólvora”, en Los días enmascarados, México D. F., Era, 2012 [1954], p. 76.

[2]  Aristóteles, Política, VIII, 1339b20. 

[3]  Dicha exposición fotográfica fue inaugurada en el Teatro Valle Rome. Tamburella es un artista italiano “cuyo trabajo se basa en temas ligados a la identidad cultural y la globalización. Ha realizado numerosos proyectos en los Estados Unidos, Europa, India, Bangladesh, Singapur, las Islas Comoras y Turquía. Actualmente reside en Londres”, disponible en http://www.tamburella.net/bio, fecha de consulta: 17 de agosto de 2016.

Aimée Mendoza Sánchez

Una música dolorosa, lenta, de despedida me envolvió. Quise distinguir las  voces de las letras; al minuto  agonizaron. […] ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están? ¿Por qué los olvidé, los  olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? [1]

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